Se me vino a la memoria el nombre de un libro: «Campos de Níjar» de Juan Goytisolo, metáfora de un paisaje interior, de una región costera que asociamos siempre con el mar y el «veraneo». La imagen icónica del Parque Natural Cabo de Gata-Níjar no dice nada de campos de cebada, de rebaños de cabras y cortijos de labranza, pero «haberlos haylos». Y sorprende, la verdad, y te transporta a otras tierras, más propias del interior de nuestro país, si no fuese por su orografía ininterrumpida de colinas y montes, de oscuras rocas volcánicas y sobre todo del intenso azul del mar en la mañana.
Hoy haremos una ruta interior por una antigua vereda que llevaba desde el Cortijo de Mónsul al Cortijo del Romeral, un sendero olvidado más propio de otros tiempos, y que sin embargo perdura como los caminos de la memoria.
En esta ocasión había quedado con un amigo, este me recogería a primera hora de la mañana para emprender esta ruta que habíamos consensuado días antes. Es curiosa la sensación de andar por la ciudad a esas horas, solitaria, renovada, dispuesta una vez más al bullicio de personas y máquinas.
Esta ruta parte desde las inmediaciones de la Cala de Mónsul, cerca de la cual dejamos el coche en el aparcamiento que hay justo antes de la barrera que delimita el camino hasta el Cabo de Gata.
Ante nosotros un pequeño valle se abre hasta las montañas.
Acortamos antes de incorporarnos al sendero.
Una mirada atrás a la altura de este «hito» de esparto.
Seguidamente nos encontramos este cultivo de cebada al que aludía en la cabecera.
Bordeando el sembrado.
Salpicado con mútiples florescencias que le dan una nota de color a estos «Campos de Níjar».
Curiosa Manchuela que dibuja el paisaje interior de esta naturaleza tan característica del Parque Natural.
A media altura las vistas recogen esta mezcla de pardos, verdes y azules salpicados de motas amarillentas.
Al fondo se aprecia uno de los «Frailes», también conocidos como «hermanicas», incuso «teticas», los dos montes más altos de la Sierra del Cabo de Gata.
La nube te indica el camino.
El matorral típico de la zona, palmitos, tomillo y esparto.
Poco después llegamos a las ruinas del Cortijo del Romeral.
Nos sorprendió su tamaño, bastante más grande de los de esta zona, donde se podían identificar la parte destinada a vivienda, los corrales y la era.
Por su alrededores anduvimos un rato, el sol apretaba con fuerza y decidimos emprender el camino de vuelta.
Los palmitos en la distancia.
Una formación rocosa.
Los colores cambiantes del mediodía.
Una vez de nuevo arriba decidimos «atrochar» por un barranco que desembocaba directamente en el aparcamiento.
Nos llamó la atención las lineas térmicas que dibujaba el mar en la distancia.
La vegetación del barranco se iba espesando conforme bajábamos.
La primavera había reconquistado este espacio y su profusión nos obligaba constantemente a buscar huecos por donde pasar. Sin dudas somos nosotros los intrusos y como dice el refrán no se le pueden poner puertas al campo.
Finalmente la espesura cede y el camino se despeja cerca de nuestro destino.
Lo dicho, una ruta inesperada llena de agradables sorpresas visuales.